Aquella noche de invierno me notaba vigilada por un
mal atávico y profundo que buscaba detenerme a toda costa. Asomada a la ventana
del salón, no se oía ni el viento, ni los sonidos de la naturaleza. Daba la
impresión de estar en otro espacio tiempo distinto de nuestro mundo. Pero no
era menos perturbador, el pensamiento que carcomía mi cerebro, alejando cualquier
indicio de cordura.
Y
entonces, los gritos volvieron a interrumpir el silencio, como música para mis
oídos. Bajé al sótano, procurando que mis tacones rechinaran en cada escalón.
Disfruté de ese instante. Los gritos eran desgarradores. Lamentos de dolor y
frustración. ¿Por qué no decirlo? de puro terror. Era su justo castigo. Ese
montón de mierda debía sentir lo mismo que él me hizo a mí. Ahora mandaba yo.
Era quién tenía el control y eso me gustaba.
De ese hombre, tan
fornido y viril, como se mostró aquel maldito día, marcado en mi memoria para
siempre, en el que me agredió sexualmente, ya solo quedaba un niño aterrorizado
que probaba su propia medicina. Lo que no esperaba encontrarme es con mi otra
mitad. Mi reflejo oscuro, Mi lado más sobrenatural. Me quedé pálida, al
detectarlo. Esa no era yo. Me resistí; corté las ataduras del chico y le grité
que escapara, que no mirara atrás. Le había perdonado la vida, mientras mi
espalda crujía. Me retorcí como una muñeca articulada y entonces…la sombra
salió de mí, tan negra que no se le veía ropa ni rostro alguno. Solo una sombra
que se pegaba a una pared, emitiendo un chirrido insoportable. Apreté los
párpados un segundo antes de verla ascender por la pared de la escalera,
persiguiendo a mi prisionero. Los apreté tan fuerte que el dolor me hizo
abrirlos de golpe. Cuando lo hice, mi sombra ya no estaba allí
No hay comentarios:
Publicar un comentario